martes, 29 de abril de 2014

Joder con los abre fácil

¿Cuántas veces has cogido un producto, por lo general un alimento, encerrado en un envase y has leído eso de "abrir por aquí", "open", "abrefácil", etcétera?

El envase es la tarjeta de presentación no sólo del producto, sino de todos y cada uno de los trabajadores que forman el grupo empresarial. Un envase debe reunir una serie de requisitos para transmitir la imagen que en el exterior la empresa quiere proyectar. 
Tú, confiado e inocente consumidor, entras al trapo y, con una mezcla de orgullo y satisfacción por el producto adquirido, con su envase moderno, práctico, cómodo y sobretodo, en estos tiempos que vivimos, ecológico, no ves llegar la hora  de poner en práctica eso del "open".

Es aquí cuando se te cae la venda de los ojos y descubres la gran mentira de la ingeniería alimentaria. Donde antes imaginabas a unos profesionales con su bata blanca impoluta, por la que asoma un inmejorable nudo windsor en su corbata, sus gafas de seguridad, acaso una mascarilla, su cabello repeinado...; después de haber pasado por el trance de abrir uno de estos artilugios del diablo, aquéllos se convierten en los mayores bastardos que puedas imaginar, capaces de hacer despertar de tu interior el Quevedo que llevamos dentro para  elaborar complicadísimos juramentos, productos de no poca reflexión.

Pongo algunos ejemplos.

¿Quién no ha sido tocado por la diosa Fortuna con uno de esos tarros de cristal cuya tapa se abre en el sentido de las agujas del reloj? ¿O es al contrario? Espera que cojo un trapo. ¡Anda quita, déjame a mí! ¡La puta madre que lo parió! Joder, ¿Con qué lo han cerrado? ¿Con Loctite? Prueba con el escoplo.  No, con el cuchillo. Ponlo debajo del grifo. Dale unos golpecitos en el suelo boca abajo, a ver si así... Llama a tu padre anda, a ver si él... 
Al final lo acaba cogiendo la abuela que tiene artritis en las dos manos y se escucha un sonido mágico: PLOP. Eso sí, se mancha  la bata con el líquido interior, mientras los demás se quejan: "-¡Claro!, se lo había dejado a huevo"-.

Uno de mis envases favoritos es uno que está elaborado con una parte de plástico duro que hace las veces de continente y una lámina de plástico fino con la función de tapadera, como por ejemplo, el de las pizzas precocidas.  Llevan una pequeña solapa que se levanta para poder tirar de la tapa y abrir el producto. ¡Ni de coña! Sería más fácil despegar Crimea de Rusia. Comienzas  rascando con la uña para levantar la solapa pero es un acto inútil. Después de haber dejado los dedos en el intento, recorriendo todo el perímetro del envase llegas a la conclusión de que es inexpugnable. He leído sobre algún caso positivo, en el sur de Estados Unidos, en el estado de Alabama.  Un sujeto capaz de despegar 4 de cada diez, si bien luego el plástico se le rompía.   
Al final, acabas poniendo en práctica el plan B y destrozas la tapa con el cuchillo. Sin ningún tipo de rencor, porque eso no va contigo, dejas el trozo más grande del plástico como el azúcar glass y tiras la pizza a tomar por culo porque se te ha quitado el hambre.

Uno de los que encuentro totalmente sin sentido es el cartón de las barras de helado. Su apertura se realiza tirando de un troquelado que rompe el molde de papel por su cierre recorriéndolo a lo largo de una de las caras. Un troquelado de estos puede tener ¿30? muescas. Pues no conozco a nadie que tirando de la cinta haya conseguido romper más de tres. Luego, esperanzado tiras por el lado contrario con idéntico resultado. Mientras, la familia entera está salivando, cada uno con sus dos galletas en ristre metiéndote prisa. Coges el camino fácil, el cuchillo, y vas despegando todas las caras del helado. Para que no se pierda un ápice repasas el cartón con el cuchillo y le das el correspondiente lametón al cubierto. Los demás  indignados no paran de protestar mientras tú te agarras al socorrido: "-El que parte y reparte....-"

Las botellas del oro líquido, el aceite, llevan unos tapones que son auténticos sistemas de seguridad. Primero te las tienes que ingeniar para romper un precinto de plástico que recorre la circunferencia del tapón. Puedes confiar en que sale de una pieza igual que confiarías que sale adelante una enmienda de la oposición. Toca meter cuchillo. Salvado este primer escollo nos encontramos con una anilla de plástico en el interior de la que hay que tirar para arrastrar la membrana que cierra. Intentas meter el dedo índice, no cabe. Pruebas con el meñique y aquí sale relucir todo el trabajo de investigación de los hombres de las batas. Te dejan entre dos aguas. El meñique cabe lo justo para que puedas agarrar la anilla pero que luego, cuando vas a tirar, se suelte. ¡Hijosputa! Esto hace que estés unos buenos diez minutos intentándolo hasta que, desesperado,  vuelves a coger el cuchillo. Metes la punta y cuando vas a tirar: "-A la mierda-" Se rompe. Solución. Clavar el cuchillo. Aquí, imaginas que lo que estás pinchando son los escrotos de esos malnacidos de bata blanca. Ya no tienes ganas de aliñar la ensalada.

Otro muy curioso. Las cajas de galletas, no todas. Me refiero a esas que una vez abiertas llevan un sistema macho-hembra para que la caja quede cerrada después de cada uso. Consiste en una pestaña del propio cartón que se introduce en un corte hecho al efecto. Muy bonito, muy bien pensado y muy práctico. El problema surge cuando intentas abrir por primera vez la caja. Está tan pegada que arrancas de raíz la pestaña, el corte, siete "r" impresas en otras tantas "Marías" que hay en su interior,  A meter cuchillo.

Da gusto ver como cada día esta gente nos hace la vida más cómoda, más fácil. Pero nunca, recuerda, nunca, subestimes el valor de un buen cuchillo.



miércoles, 26 de febrero de 2014

¡Joder con la publicidad!


Hace unas tardes estaba muy tranquilo disfrutando de un espisodio de The Big Bang Theory en la cadena Neox. Sheldon echaba una partida de bolos formando equipo con Howard Wolowitz, Leonard Hofstatder, Raj Koothrappali y su guapa vecina Penny, cuando aparece en la pantalla uno de esos mensajes odiosos:
"Volvemos en 6 minutos". 

No bien había desaparecido el mensaje anterior me sorprende el primero de los consejos publicitarios. En él procesiona una serie de mujeres en plena madurez sexual aireando a toda la audiencia de la cadena su gran estado de forma en lo que al sexo se refiere gracias a lo que se pretende promocionar: Vaginesil. 

Una de ellas nos relata sonriente cómo  ha recuperado la pasión. Se le enciende la mecha, nos dice, o algo por el estilo. Mientras, yo no puedo dejar de imaginar lo que se les encenderá a sus progenitores.

Otra, para mí la mejor, habla a la cámara para decirnos textual y abiertamente: "-No veo el momento en que los niños se vayan a la cama-". Pues chica, dales 20 euros y mándalos al cine. Aquí imagino a su pareja ojerosa levantando un sinfín de cuchicheos y risitas nerviosas a su paso por la oficina:"-Mira tú, otra vez que los mandaron a la cama a las 8'30. El Vaginesil le está consumiendo, va a acabar con él. Que te lo digo yo. Que antes vivía amargado de la vida pero es que ahora no vive."

Después sale alguna mujer más intentando adoctrinarnos de cómo se puede convertir un secarral en una húmeda y frondosa parcela de regadío para, a continuación y en un magnífico alarde de ingenio y oportunidad, dar paso a un nuevo anuncio en el que Repsol nos ayuda a  lubricar y prolongar la vida de tu motor. Una sonrisa inevitable ilumina mi rostro terminando en carcajada. ¿Casualidad? Ni adrede, oye.

Con los bajos y los pistones bien aceitados continuamos el viaje. Ahora nos llevan  hacia  las tierras en las que las mujeres están en sus días especiales. ¿Cómo pueden conseguir sentirse seguras y bien? Ausonia tiene la respuesta. "Te sentirás bien, te sentirás segura" pregona el televisor mientras una bailarina no para de representar unos pasos de baile clásico consistentes en airear lo suyo por la cara de su compañero de baile, que permanece impertérrito ante los efluvios. El hombre del año, sin duda. ¿Cuántas tomas fueron necesarias para hacer ese trabajo? Seguro que él recuerda todas y cada una. No pasa desapercibido el predominio del color blanco durante el cortejo. El despliegue de pasos es interminable. ¿Cómo un ser humano puede poner el pie a esa altura? Para eso no nos dan la respuesta. 

Seguimos. En esta ocasión la ilación no puede ser más desafortunada.  Un primer plano de una hamburguesa tapa la cara de su comensal que a cámara lenta va abriendo la boca para pegarle un bocado. El hecho de que se realice a cámara lenta nos da el tiempo suficiente de atar cabos y jugar con la escatología:   La bailarina anterior ya no pone lo suyo en la cara del compañero, ahora le pone su cheeseburguer; el ketchup ya no cae rebosante por el pan ligeramente tostado, ahora mancha el blanco impoluto de la escena de baile. Mi estómago pasa a un estado de alerta. Creo que pasará un tiempo antes de que vuelva a comer una hamburguesa y no sé si seré capaz de aderezarla con ketchup nunca más. 
Para acabar con la cordura de mi estómago continúan con  unos consejos para ponerle fin a nuestro estreñimiento.  Presenciamos una recreación informática de un colon. La imagen va recorriendo un tubo transparente a modo de tobogán, como en un acuapark. Hay tres bolas que atoran el conducto. Los autores han tenido la suficiente  delicadeza de evitar el color marrón. Al igual que con la bailarina predomina el color blanco. Como si acabara de montar en la atracción aparece una bola de color azul que realiza alegremente el recorrido hasta llegar al tapón. Éste desaparece al contacto con la bola azul. Las otras echan a rodar buscando paisajes más favorables sin saber lo que el destino les guarda, ya sea letrina, agujero, taza o bolsa de colostomía. De haber sido el autor del mensaje, hubiera puesto el colofón: a la par que se produce el contacto de la bola azul con el tapón sería extraordinario poner la voz en off del difunto Fernando Fernán Gómez diciendo, cabreado como si le hubieran puesto dos banderillas negras, eso de: "¡A la mierda!". 

Pasaron los seis minutos de publicidad. Sheldon cogía una bola de color granate dispuesto a hacer su lanzamiento pero mi espíritu había perdido el deseo. No me apetecía comprobar si el Dr. Cooper hacía un pleno o si Penny usa Vaginesil, Ausonia o Micralax. 

Apagué la tele enfadado y me dejé llevar. Les ha faltado un anuncio, pensé. De champú anticaspa.  Y a continuación, deberíamos haber visto a Karlos  Argiñano espolvoreando en una tarta Royal el azúcar glas anterior mientras canta: "Somos lo que comemos..." Pues, eso, unos casposos.  

Y para concluir, un último anuncio, el de Frigo: "¿quién quiere un Calipo? Para dar paso a continuación a la porno del Plus. ¡Con dos cojones!!!

¡Qué tarde!  ¡Qué tarde!


lunes, 10 de febrero de 2014

¡Joder con ... los Goya!

    

    «Estamos en el año 2014 después de Jesucristo. Toda la Hispania está ocupada por una ciclogénesis explosiva… ¿Toda? ¡No! Un teatro poblado por irreductibles actores resiste todavía y siempre al invasor...»

    Sobre todo, ellas. Venga a lucir espalda, cachotas y escotes, con la mejor de sus artificiales sonrisas. Hay que recordar que es su forma de ganarse el pan.

    Estamos en la fiesta del cine. Los fotógrafos piden poses. Ellas las ofrecen gustosas. Siempre de una forma natural, así, como el que no quiere la cosa. Con un sentimiento a medio camino entre el "espero que ahí dentro haya calefacción" y el "aguanta un poquito más que tu modelazo mañana es portada en el papel cuché y abre el Sálvame”. Y no el de ese adefesio: ¡menuda zorra! Como diría la Pantoja:

    ̶ Dientes.

    Sólo unos pasos más y… calorcito. ¡Ay, joder! Un periodista. Pues nada. Más dientes:

    ̶ ¿Qué se siente al estar nominada?

    ̶ Yo nunca lo hubiera imaginado. Es un honor haber llegado hasta aquí. No me veo ganadora ̶ lo dice con la boca pequeña. Mientras, en su casa su mascota, una cacatúa, no para de airear al resto de vecinos: "Goya, Goya, gracias Academia, gracias compañeros".

    Este discurso es el más socorrido por actores, actrices, directores, directrices y mascotas correspondientes. Todos quitándose presión.

    No me imagino a CR7 o a Messi diciendo en la gala de la FIFA:

    ̶ Yo no lo merezco. Que se lo den a Iniesta. ̶ Qué poca seriedad.

    Entre tantas respuestas previsibles sorprende alguna por la poca sutileza del periodista. Tras charlar con una actriz sobre un premio consistente en una concha, el tío pregunta, con todo su morro, si tiene hueco para el cabezón (así les gusta llamar al premio Goya en cuestión). Pero, claro, alguien con una mente retorcida se deja llevar... y… en una misma frase meter una concha y un cabezón... En fin, que ella respondió que si hay que hacer hueco se hace. Que cada cual saque las conclusiones que crea de este acto de flirteo. 

    Sigue el desfile de vanidad, presuntuosidad, falsedad. Como diría ZP:

    ̶ Sí. Me gusta mucho la ‘z’.

    Este, cinco veces nominado y nunca premiado: dientes. Por allí, una que lo ha sido seis veces: dientes. Allá, una vieja gloria a la que el Alzheimer le ha dejado la dentadura en la mesilla: dientes. ¡Por Dios, que alguien le cierrea ese agujero! Así un continuo.

    A Juan Diego Botto le dice el paparazzi que le pega el papel de su película porque es de buena gente, como él. ¿Por qué no tiene arrestos para hacerle la pregunta a Bardem por su papel de malo en la de 007? ¡Y con su madre Pilar al lado! ¡Ni José Tomás, vamos!

    Siguen pasando estrellas y le toca el turno a Ana Belén, otras cinco veces nominada: dientes al cubo. El presentador, del que tengo dudas sobre su condición sexual, me las disipa rápidamente:

    ̶ ¡Qué clavícula tan bella!

    Yo ni me había enterado. Estaba eclipsado en los dientes de la paisana. Me quedé a cuadro al comprobar que sí, que efectivamente como él bien dijo, sólo se le ve una clavícula. Pero, ¡hombre!, si vemos un pecho a una mujer (incluso medio), es más, aún sin verlo, los tíos decimos:

    ̶  ¡Qué tetas! ̶  Nunca lo he oído en singular, ¡en la vida!

    Llega otra actriz: dientes. Tras unas palabras le espeta:

    ̶ ¿De quién vas vestida?

    A mí solo se me ocurre una respuesta:

    ̶  De Michael Jackson. ¡No te jode! ̶  Que no estamos en carnaval, pero ¿esto qué es?

    Una vez dentro del teatro empieza el chou. Lo mejor de todo nos lo han arrancado de cuajo. Mr. Wert, el ministro se ha borrado. Nos han despojado de esa hermosa cara de circunstancia recibiendo de lo lindo. Y es que es la fiesta del cine, señores. Necesitamos un pelele al que masacrar y contra el que hacer gracias y chascarrillos. Propongo un Goya nuevo: Goya al arreaministro.

    Me parece bien que le sacudan, pero hacerlo con vestidos de miles de euros, con alfombras rojas, llegando en limusinas, con los cuellos llenos de colorao, con el discurso ese de que el cine es cultura, que nuestro fuero es interno, que nos han rebajado las subvenciones, estamos agonizando, con Dior, pero agonizando... no es lo más apropiado.

    Creo que atizar no es la forma más correcta de pedir pasta. Porque al final todo se reduce a eso: al vil metal. Que si el arte, que si la cultura. ¡Milongas! Dame pasta. El arte es muy grande y en este país hay mucho, sobre todo en Andalucía. No sólo cine. Hay arte más allá del cine:  escritores, escultores, payasos, humoristas, actores, guionistas, pintores... que no reciben un duro.

    La ceremonia en sí fue como todas: Premio a la mejor tal; los nominados son cual; el Goya a tal goes to...; los mismos discursos inveterados: -No me lo esperaba pero por si acaso tengo este pequeño discurso en un folio que casualmente he encontrado en el bolso; este premio no es mío, es de todos y cada uno del reparto pero para que no haya dudas voy a grabar mi nombre con técnicas indelebles y permanentes, que sobrevivan a terremotos, guerras civiles, nucleares, al PP, al PSOE, a CiU y a IU.

    Me llamó la atención una pequeña isla en ese basto océano de glamour:  Salieron a recoger un premio dos sujetos. Uno de ellos se levanta de la silla. Lleva un jersey de lana sencillo. Coge una americana con toda la pinta de ser la misma que lleva a todas las bodas desde que es adulto y se la va abrochando por el camino. Debajo del jersey asoma una camisa blanca y por el cuello un pico de la misma. El otro de los picos queda dentro. ¡La bronca que le habrá echado su madre! Si se hubiera sacado un poco los faldones de la camisa lo hubiera bordado.

    De lo que vi creo que este sujeto era el único legitimado para haberse cagado en la santísima madre del ministro y dormir del tirón con la conciencia bien limpia. Seguramente habría más, pero no son a los que les pusieron el micrófono.

    ¡Viva el cine!


domingo, 12 de enero de 2014

¡Joder con ... el descanso!

Sobre el descanso hay muchos estudios. La mayor parte de ellos coinciden en lo importante que es disfrutar de un buen sueño, esto es una parte fundamental en la vida de las personas. Un buen descanso debe reunir cantidad y calidad. De lo primero cada uno debe ser consciente de su dosis necesaria; respecto a la calidad hay muchos factores que influyen.

Cuando madrugo para acudir al trabajo procuro hacerlo de una forma silenciosa para no perturbar el merecido y necesario descanso del resto de mi familia. Llego a tal punto que muchas veces no dejo ni que suene el despertador. Soy capaz de vestirme a oscuras y puedo presumir de que en la mayoría de las ocasiones mi querida esposa no se percata de mi marcha. Y lo hago con la satisfacción de saber que no se ha interrumpido el descanso familiar.

Todo sucede bien distinto cuando es mi querida esposa la que se levanta primero. A ella le gusta poner el despertador media hora antes de la señalada y así, cuando suena por primera vez, se solaza y disfruta sobremanera del consuelo que da saber que aún le quedan unos minutos de ese agradable estado de sopor en el que se funden el mundo real y el de los sueños. Mientras, ese invento del diablo no para de lanzar su soniquete cada cinco minutos. Me gustaría poder disfrutar este periodo como lo hace ella, pero desde que suena por primera vez no veo llegar la hora en que acuda un día el Exterminador de Despertadores y lo aniquile, no sin antes haberle realizado todo tipo de torturas.

Mi querida esposa cree que para estar bien despierta no hay nada como un buen paseo matutino. Sin él no es persona. Entonces dedica los siguientes diez minutos a subir y bajar por la escalera de casa. Si no lo hace un mínimo de siete veces piensa que se puede acabar el mundo. Tras su paseo comienza una extraña tabla de ejercicios para fortalecer el tren superior consistentes, por lo general, en abrir y cerrar las puertas correderas de los armarios con la excusa de buscar ropa. Esto le lleva otros diez minutos. Podemos llegar a pensar en que hacer los mismos ejercicios a diario nos lleve al aburrimiento. ¡Para nada! No he conocido a nadie que disfrute tanto con una puerta como mi querida esposa. Se podría haber ganado la vida de forma muy satisfactoria como portera. Mi espíritu se llena de dicha cuando la contemplo frente al armario abriendo una puerta para volverla a cerrar al instante mientras se dirige a la otra y repite la operación. Si hay un cielo en la otra vida seguro que está lleno de armarios empotrados con sus puertas correderas esperándola.

Para tomar aire y contemplar su obra suele hacer pequeñas paradas sentándose a los pies de nuestra cama e indefectiblemente sobre los míos. Tenemos una cama de 1'50 m, pero yo soy muy nervioso, o eso me asegura ella, porque en cuanto ve un espacio libre e intenta tomar asiento mi pie se desplaza raudo hacia el lugar donde va a asentar sus posaderas y lanza un ¡uy! sorprendida. Tengo la absoluta convicción de que en el supuesto de que yo adquiriese la capacidad de poner cada pie en un extremo de la cama, no sé cómo, pero se las arreglaría para sentarse sobre ambos.

A continuación, llega el momento de preparar el desayuno. Asegura que es de desayunos frugales. Le basta con un café con leche y unas pocas galletas. Cuando desayunamos juntos puedo aseverar que es así. Pero el trajín que se desarrolla abajo en la cocina me lleva a pensar en los comedores sociales. El estado en el que queda la cocina podría servir de ejemplo como escena de un crimen.

¡Ya no digo nada cuando prepara una tortilla de patata! Hace un despliegue y un despilfarro de utensilios que el responsable del ágape de la boda de Beatriz de Holanda quedaría psicológicamente hecho unos zorros.

El acto de desayunar nos puede llevar a pensar en un tiempo de silenciosa y firme labor. Nada más lejos de la realidad. Como no tenemos perro le gusta pasear las sillas y banquetas por la parte baja de la casa mientras da sorbos a su café con leche. Siempre digo que le encanta redecorar y redistribuir la cocina a diario.

Posterior al desayuno llega la higiene bucal. He intentado en infinidad de ocasiones, con ayuda de material acústico, llegar al tono y al volumen de un buen cepillado dental de mi mujer sin obtener resultados significativos.

A continuación, se calza sus tacones y disfruta de un nuevo paseo por la vivienda. Le gusta recorrer todas las estancias sin discriminar ninguna con la excusa de buscar el bolso marrón unos días o las llaves de la casa otros; cuando no, el coletero verde. Conforme la hora se le va echando encima los pasos se van haciendo más audibles si cabe. Y más rápidos.

Ya muy sigilosa se acerca a la cama en la que están mis restos y da un beso de despedida a mis despojos mientras me desea con susurros que tenga un buen día, todo ello con mucha sutileza para no despertarme.  Vuelve a bajar las escaleras con los tacones. En este punto los vecinos descuelgan el teléfono para avisar a la Guardia Civil.

El colofón final nos lo brinda a toda la calle cuando cierra la puerta. Ella sale, se gira y ase el pomo de la misma con ambas manos, flexiona las rodillas para conseguir un buen sustento en el tren inferior y coge carrerilla mental mientras balancea los brazos: a la de una, a la de dos y… ¡BOOM! Muchos de mis vecinos salen insomnes a los balcones para aplaudir; vitorean y enarbolan pañuelos blancos, a la vez que ella vuelve a abrir la puerta porque se le ha olvidado la cartera.

Otro paseo por la casa: cajones, puertas, prisas. Se asoma a la habitación y observa algo que recuerda a un humanoide con mi pijama y tiene los ojos inyectados en sangre. Sonriendo le dice:

̶ Buenos días. ¡Ya estás despierto! ¿Has visto mi cartera? ̶  La encuentra y se dirige a la puerta para realizar su ritual. Agarro el picaporte desde el interior y digo:

̶ Ya cierro yo ̶ . A la vez pienso con pavor en las sociedades polígamas. Luego llamo al seguro para reparar los cristales rotos por la onda expansiva y me dedico a recoger los restos del pantagruélico desayuno.

Señor. ¡Llévame pronto!

jueves, 9 de enero de 2014

¡Joder con ... las rebajas!

Pues ya están aquí. Todos las estábamos esperando. El día ha llegado.

Ya lo tengo todo preparado: mi cartera repleta de billetes; mis tarjetas de crédito bien limpias y ordenadas alfabéticamente; el coche con el depósito de combustible lleno y el maletero vacío; y, por supuesto, mi atizador y el espray antivioladores por si hay que espantar a algún cazador de gangas.

Me acomodo al volante. Abrocho el cinturón de seguridad. Mi alma se llena de dicha y de felicidad mientras, al ralentí, espero a que suba mi señora que, por tercera vez, ha entrado en casa para coger algún olvido.

No bien hemos recorrido 200 metros me sobresalta:

̶ ¡Mierda! ¡Da la vuelta! No he cerrado el gas.

Una hora después y tras cuatro amagos más por fin arrancamos. Destino: indiferente. Puede ser centro comercial grande, pequeño, mediano o el recurrente El Corte Inglés.

Cuando piensas que el límite en los niveles de felicidad es insuperable la vida te sorprende y te regala un impresionante atasco de kilómetro y medio hasta la entrada al parking. ¡Qué maravilla! El resto de la humanidad comparte tu dicha y lo celebra con toques de claxon, acelerones rítmicos, frenazos bruscos y bailes extraños con el dedo índice en ristre.

Después de aparcar el vehículo en un hueco en el que un tanga brasileño se saldría por los dos lados hago un ritual tan inveterado como inútil: intento memorizar el número de la plaza de aparcamiento. Tras ello realizo unos rápidos estiramientos para recorrer los ochocientos cuarenta y cuatro metros que me separan de la puerta. No llueve y la temperatura no es mala. ¡Qué más se le puede pedir a la vida!

A medida que la fachada se va haciendo más grande, aumenta un movimiento nervioso en el interior de mi cartera. La pobre tarjeta de crédito está intentando escapar y huir a la axila derecha para hacerse fuerte mientras hiperventila. Nunca ha llevado bien estos días. Después de ser reducida la coloco con cuidado entre el DNI y el carné de conducir.

Abro la puerta y… ¡oh!, doy gracias a los dioses. ¡El espectáculo es indescriptible! Dinamismo, alegría, movimiento, música, gente, bolsas, luces, niños, ancianos, olores, jóvenes, escaleras mecánicas, familias y… TIENDAS.

Entramos en el primer local. Desenvaino mi atizador para dar cobertura a mi señora. Mientras ella intenta coger una prenda cubro, amenazante, su retaguardia con el instrumento. Hace apenas unos segundos ese stand estaba vacío, pero coger una prenda y sufrir una avalancha de humanos en busca de ese mismo producto, antes despreciado, es todo uno. Estoy convencido de que si pusieran un mostrador lleno de heces y a una mujer ciega y con un trastorno del olfato severo se le ocurriera coger una de ellas el resultado sería catastrófico, algo así como echar comida en las aguas de una piscifactoría.

Después de agarrar una chaqueta guateada escolto a mi atrevida esposa hasta el probador. Aquí tengo que hacer uso del espray para repeler el ataque de dos cincuentonas que me enseñaban los dientes como dos dogos argentinos. Tras dejarla segura en el probador me quedo guardando la puerta.  Le sienta bien. Ponemos en marcha la segunda fase del plan. Mientras ella despista al enemigo con un trapo viejo traído al efecto yo me dirijo a la caja con disimulo y dando un rodeo. Hay treinta personas esperando. Los dos dogos argentinos me vuelven a mostrar sus caninos mientras miran con deseo la chaqueta. Yo abro mi americana y muestro con cierto recato pero desafiante mi Smith & Wesson de imitación.

Siete tiendas después la carga del espray antivioladores está prácticamente agotada. La labor se hace más ardua debido a que las veinte bolsas que llevo en cada mano impiden que la realice con la soltura necesaria. Es curioso el apego que tienen las mujeres con estas bolsas. Cuando tengo que devolver algo prestado a un amigo lo meto en la primera bolsa que pillo, da igual que sea del Lupa, del DIA o del LIDL. Una mujer no. Una mujer tiene que hacerlo en una bolsa de Tommy Hilfiger, bimba y lola, Ñaco o Armany, a ser posible de papel, aunque lleven dentro un kilo de arroz para el banco de alimentos.  Lo de dentro no importa, importa la fachada y el nombre.

Con mis veinte bolsas en cada mano, mi mujer me hace entrega en la puerta del probador del abrigo, el bolso, el jersey, la carpeta de la universidad, sus otras veinte bolsas, las gafas de sol, la cartera, el fular, la bufanda, el sombrero, un retrato de su primera comunión, etcétera, para probarse la última compra: unos pantalones. Por enésima vez:

̶ ¿Me quedan bien? ̶   Asiento, aunque se haya puesto los pantalones del payaso del anuncio de Micolor. Tres lustros juntos de feliz convivencia son todo un mar de experiencia.

La luz al final del túnel ya está ahí. Sólo queda salir, buscar el coche durante cincuenta minutos y cargarlo todo en el maletero. Una vez realizado el Tetris para que todo entre, he de calcar bien con el pie con el objeto de cerrar el portón trasero.

Ya nos vamos. Más atasco, cláxones, frenazos y un inconmensurable derroche de simpatía en general. Otras dos horas al volante y por fin llegamos a casa.

Solo queda colocarlo todo. A medida que vaciamos las bolsas vamos tomando conciencia de todo lo inservible:

̶ ¿Para qué coño he comprado yo esto? ¿En qué estaría yo pensando? En fin, lo colocaré al lado del sombrero de mapache de las últimas rebajas.

̶ ¡Vamos cariños! ¡Qué me lo quitan de las manos!