martes, 29 de abril de 2014
Joder con los abre fácil
miércoles, 26 de febrero de 2014
¡Joder con la publicidad!
lunes, 10 de febrero de 2014
¡Joder con ... los Goya!
«Estamos en el año 2014 después de Jesucristo. Toda la
Hispania está ocupada por una ciclogénesis explosiva… ¿Toda? ¡No! Un teatro
poblado por irreductibles actores resiste todavía y siempre al invasor...»
Sobre todo, ellas. Venga a lucir espalda, cachotas y
escotes, con la mejor de sus artificiales sonrisas. Hay que recordar que es su
forma de ganarse el pan.
Estamos en la fiesta del cine. Los fotógrafos piden poses. Ellas las
ofrecen gustosas. Siempre de una forma natural, así, como el que no quiere la
cosa. Con un sentimiento a medio camino entre el "espero que ahí dentro
haya calefacción" y el "aguanta un poquito más que tu modelazo
mañana es portada en el papel cuché y abre el Sálvame”. Y no el de ese
adefesio: ¡menuda zorra! Como diría la Pantoja:
̶ Dientes.
Sólo unos pasos más y… calorcito. ¡Ay, joder! Un periodista. Pues
nada. Más dientes:
̶ ¿Qué se siente al estar nominada?
̶ Yo nunca lo hubiera imaginado. Es un honor haber llegado hasta
aquí. No me veo ganadora ̶ lo dice con la boca pequeña. Mientras, en su casa su
mascota, una cacatúa, no para de airear al resto de vecinos: "Goya,
Goya, gracias Academia, gracias compañeros".
Este discurso es el más socorrido por actores, actrices,
directores, directrices y mascotas correspondientes. Todos quitándose presión.
No me imagino a CR7 o a Messi diciendo en la gala de la FIFA:
̶ Yo no lo merezco. Que se lo den a Iniesta. ̶ Qué poca seriedad.
Entre tantas respuestas previsibles sorprende alguna por la poca
sutileza del periodista. Tras charlar con una actriz sobre un premio
consistente en una concha, el tío pregunta, con todo su morro, si tiene hueco
para el cabezón (así les gusta llamar al premio Goya en cuestión). Pero, claro,
alguien con una mente retorcida se deja llevar... y… en una misma frase meter
una concha y un cabezón... En fin, que ella respondió que si hay que hacer
hueco se hace. Que cada cual saque las conclusiones que crea de este acto de
flirteo.
Sigue el desfile de vanidad, presuntuosidad, falsedad. Como diría
ZP:
̶ Sí. Me gusta mucho la ‘z’.
Este, cinco veces nominado y nunca premiado: dientes. Por allí,
una que lo ha sido seis veces: dientes. Allá, una vieja gloria a la que el
Alzheimer le ha dejado la dentadura en la mesilla: dientes. ¡Por Dios, que
alguien le cierrea ese agujero! Así un continuo.
A Juan Diego Botto le dice el paparazzi que le pega el papel de
su película porque es de buena gente, como él. ¿Por qué no tiene arrestos para
hacerle la pregunta a Bardem por su papel de malo en la de 007? ¡Y con su madre
Pilar al lado! ¡Ni José Tomás, vamos!
Siguen pasando estrellas y le toca el turno a Ana Belén, otras
cinco veces nominada: dientes al cubo. El presentador, del que tengo dudas
sobre su condición sexual, me las disipa rápidamente:
̶ ¡Qué clavícula tan bella!
Yo ni me había enterado. Estaba eclipsado en los dientes de la
paisana. Me quedé a cuadro al comprobar que sí, que efectivamente como él bien
dijo, sólo se le ve una clavícula. Pero, ¡hombre!, si vemos un pecho a una
mujer (incluso medio), es más, aún sin verlo, los tíos decimos:
̶ ¡Qué tetas! ̶ Nunca lo he oído en singular, ¡en la vida!
Llega otra actriz: dientes. Tras unas palabras le espeta:
̶ ¿De quién vas vestida?
A mí solo se me ocurre una respuesta:
̶ De Michael Jackson. ¡No
te jode! ̶ Que no estamos en carnaval,
pero ¿esto qué es?
Una vez dentro del teatro empieza el chou. Lo mejor de
todo nos lo han arrancado de cuajo. Mr. Wert, el ministro se ha borrado. Nos
han despojado de esa hermosa cara de circunstancia recibiendo de lo lindo. Y es
que es la fiesta del cine, señores. Necesitamos un pelele al que masacrar y
contra el que hacer gracias y chascarrillos. Propongo un Goya nuevo: Goya al arreaministro.
Me parece bien que le sacudan, pero hacerlo con vestidos de miles
de euros, con alfombras rojas, llegando en limusinas, con los cuellos llenos de
colorao, con el discurso ese de que el cine es cultura, que nuestro
fuero es interno, que nos han rebajado las subvenciones, estamos agonizando,
con Dior, pero agonizando... no es lo más apropiado.
Creo que atizar no es la forma más correcta de pedir pasta.
Porque al final todo se reduce a eso: al vil metal. Que si el arte, que si la cultura.
¡Milongas! Dame pasta. El arte es muy grande y en este país hay mucho, sobre todo
en Andalucía. No sólo cine. Hay arte más allá del cine: escritores, escultores, payasos, humoristas,
actores, guionistas, pintores... que no reciben un duro.
La ceremonia en sí fue como todas: Premio a la mejor tal; los
nominados son cual; el Goya a tal goes to...; los mismos discursos
inveterados: -No me lo esperaba pero por si acaso tengo este pequeño
discurso en un folio que casualmente he encontrado en el bolso; este premio no
es mío, es de todos y cada uno del reparto pero para que no haya dudas voy a
grabar mi nombre con técnicas indelebles y permanentes, que sobrevivan a
terremotos, guerras civiles, nucleares, al PP, al PSOE, a CiU y a IU.
Me llamó la atención una pequeña isla en ese basto océano de glamour: Salieron a recoger un premio dos sujetos. Uno
de ellos se levanta de la silla. Lleva un jersey de lana sencillo. Coge una
americana con toda la pinta de ser la misma que lleva a todas las bodas desde
que es adulto y se la va abrochando por el camino. Debajo del jersey asoma una
camisa blanca y por el cuello un pico de la misma. El otro de los picos queda
dentro. ¡La bronca que le habrá echado su madre! Si se hubiera sacado un poco
los faldones de la camisa lo hubiera bordado.
De lo que vi creo que este sujeto era el único legitimado para
haberse cagado en la santísima madre del ministro y dormir del tirón con la
conciencia bien limpia. Seguramente habría más, pero no son a los que les
pusieron el micrófono.
¡Viva el cine!
domingo, 12 de enero de 2014
¡Joder con ... el descanso!
Sobre el descanso hay muchos estudios. La mayor parte de ellos coinciden
en lo importante que es disfrutar de un buen sueño, esto es una parte
fundamental en la vida de las personas. Un buen descanso debe reunir cantidad y
calidad. De lo primero cada uno debe ser consciente de su dosis necesaria;
respecto a la calidad hay muchos factores que influyen.
Cuando madrugo para acudir al trabajo procuro hacerlo de una
forma silenciosa para no perturbar el merecido y necesario descanso del resto
de mi familia. Llego a tal punto que muchas veces no dejo ni que suene el
despertador. Soy capaz de vestirme a oscuras y puedo presumir de que en la
mayoría de las ocasiones mi querida esposa no se percata de mi marcha. Y lo
hago con la satisfacción de saber que no se ha interrumpido el descanso
familiar.
Todo sucede bien distinto cuando es mi querida esposa la que se
levanta primero. A ella le gusta poner el despertador media hora antes de la
señalada y así, cuando suena por primera vez, se solaza y disfruta sobremanera
del consuelo que da saber que aún le quedan unos minutos de ese agradable
estado de sopor en el que se funden el mundo real y el de los sueños. Mientras,
ese invento del diablo no para de lanzar su soniquete cada cinco minutos. Me
gustaría poder disfrutar este periodo como lo hace ella, pero desde que suena
por primera vez no veo llegar la hora en que acuda un día el Exterminador de
Despertadores y lo aniquile, no sin antes haberle realizado todo tipo de
torturas.
Mi querida esposa cree que para estar bien despierta no hay nada
como un buen paseo matutino. Sin él no es persona. Entonces dedica los
siguientes diez minutos a subir y bajar por la escalera de casa. Si no lo hace
un mínimo de siete veces piensa que se puede acabar el mundo. Tras su paseo
comienza una extraña tabla de ejercicios para fortalecer el tren superior
consistentes, por lo general, en abrir y cerrar las puertas correderas de los
armarios con la excusa de buscar ropa. Esto le lleva otros diez minutos. Podemos
llegar a pensar en que hacer los mismos ejercicios a diario nos lleve al aburrimiento.
¡Para nada! No he conocido a nadie que disfrute tanto con una puerta como mi
querida esposa. Se podría haber ganado la vida de forma muy satisfactoria como
portera. Mi espíritu se llena de dicha cuando la contemplo frente al armario
abriendo una puerta para volverla a cerrar al instante mientras se dirige a la
otra y repite la operación. Si hay un cielo en la otra vida seguro que está
lleno de armarios empotrados con sus puertas correderas esperándola.
Para tomar aire y contemplar su obra suele hacer pequeñas paradas
sentándose a los pies de nuestra cama e indefectiblemente sobre los míos.
Tenemos una cama de 1'50 m, pero yo soy muy nervioso, o eso me asegura ella,
porque en cuanto ve un espacio libre e intenta tomar asiento mi pie se desplaza
raudo hacia el lugar donde va a asentar sus posaderas y lanza un ¡uy!
sorprendida. Tengo la absoluta convicción de que en el supuesto de que yo
adquiriese la capacidad de poner cada pie en un extremo de la cama, no sé cómo,
pero se las arreglaría para sentarse sobre ambos.
A continuación, llega el momento de preparar el desayuno. Asegura
que es de desayunos frugales. Le basta con un café con leche y unas pocas
galletas. Cuando desayunamos juntos puedo aseverar que es así. Pero el trajín
que se desarrolla abajo en la cocina me lleva a pensar en los comedores
sociales. El estado en el que queda la cocina podría servir de ejemplo como
escena de un crimen.
¡Ya no digo nada cuando prepara una tortilla de patata! Hace un
despliegue y un despilfarro de utensilios que el responsable del ágape de la
boda de Beatriz de Holanda quedaría psicológicamente hecho unos zorros.
El acto de desayunar nos puede llevar a pensar en un tiempo de
silenciosa y firme labor. Nada más lejos de la realidad. Como no tenemos perro
le gusta pasear las sillas y banquetas por la parte baja de la casa mientras da
sorbos a su café con leche. Siempre digo que le encanta redecorar y
redistribuir la cocina a diario.
Posterior al desayuno llega la higiene bucal. He intentado en
infinidad de ocasiones, con ayuda de material acústico, llegar al tono y al
volumen de un buen cepillado dental de mi mujer sin obtener resultados
significativos.
A continuación, se calza sus tacones y disfruta de un nuevo paseo
por la vivienda. Le gusta recorrer todas las estancias sin discriminar ninguna
con la excusa de buscar el bolso marrón unos días o las llaves de la casa otros;
cuando no, el coletero verde. Conforme la hora se le va echando encima los
pasos se van haciendo más audibles si cabe. Y más rápidos.
Ya muy sigilosa se acerca a la cama en la que están mis restos y
da un beso de despedida a mis despojos mientras me desea con susurros que tenga
un buen día, todo ello con mucha sutileza para no despertarme. Vuelve a bajar las escaleras con los tacones.
En este punto los vecinos descuelgan el teléfono para avisar a la Guardia
Civil.
El colofón final nos lo brinda a toda la calle cuando cierra la
puerta. Ella sale, se gira y ase el pomo de la misma con ambas manos, flexiona
las rodillas para conseguir un buen sustento en el tren inferior y coge
carrerilla mental mientras balancea los brazos: a la de una, a la de dos y… ¡BOOM!
Muchos de mis vecinos salen insomnes a los balcones para aplaudir; vitorean y
enarbolan pañuelos blancos, a la vez que ella vuelve a abrir la puerta porque
se le ha olvidado la cartera.
Otro paseo por la casa: cajones, puertas, prisas. Se asoma a la
habitación y observa algo que recuerda a un humanoide con mi pijama y tiene los
ojos inyectados en sangre. Sonriendo le dice:
̶ Buenos días. ¡Ya estás despierto! ¿Has visto mi cartera? ̶ La encuentra y se dirige a la puerta para
realizar su ritual. Agarro el picaporte desde el interior y digo:
̶ Ya cierro yo ̶ . A la vez pienso con pavor en las sociedades
polígamas. Luego llamo al seguro para reparar los cristales rotos por la onda
expansiva y me dedico a recoger los restos del pantagruélico desayuno.
Señor. ¡Llévame pronto!
jueves, 9 de enero de 2014
¡Joder con ... las rebajas!
Pues
ya están aquí. Todos las estábamos esperando. El día ha llegado.
Ya
lo tengo todo preparado: mi cartera repleta de billetes; mis tarjetas de
crédito bien limpias y ordenadas alfabéticamente; el coche con el depósito de
combustible lleno y el maletero vacío; y, por supuesto, mi atizador y el espray
antivioladores por si hay que espantar a algún cazador de gangas.
Me
acomodo al volante. Abrocho el cinturón de seguridad. Mi alma se llena de dicha
y de felicidad mientras, al ralentí, espero a que suba mi señora que, por
tercera vez, ha entrado en casa para coger algún olvido.
No
bien hemos recorrido 200 metros me sobresalta:
̶
¡Mierda! ¡Da la vuelta! No he cerrado el gas.
Una
hora después y tras cuatro amagos más por fin arrancamos. Destino: indiferente.
Puede ser centro comercial grande, pequeño, mediano o el recurrente El Corte
Inglés.
Cuando
piensas que el límite en los niveles de felicidad es insuperable la vida te
sorprende y te regala un impresionante atasco de kilómetro y medio hasta la
entrada al parking. ¡Qué maravilla! El resto de la humanidad comparte tu dicha
y lo celebra con toques de claxon, acelerones rítmicos, frenazos bruscos y
bailes extraños con el dedo índice en ristre.
Después
de aparcar el vehículo en un hueco en el que un tanga brasileño se saldría por
los dos lados hago un ritual tan inveterado como inútil: intento memorizar el
número de la plaza de aparcamiento. Tras ello realizo unos rápidos
estiramientos para recorrer los ochocientos cuarenta y cuatro metros que me
separan de la puerta. No llueve y la temperatura no es mala. ¡Qué más se le
puede pedir a la vida!
A
medida que la fachada se va haciendo más grande, aumenta un movimiento nervioso
en el interior de mi cartera. La pobre tarjeta de crédito está intentando
escapar y huir a la axila derecha para hacerse fuerte mientras hiperventila.
Nunca ha llevado bien estos días. Después de ser reducida la coloco con cuidado
entre el DNI y el carné de conducir.
Abro
la puerta y… ¡oh!, doy gracias a los dioses. ¡El espectáculo es indescriptible!
Dinamismo, alegría, movimiento, música, gente, bolsas, luces, niños, ancianos,
olores, jóvenes, escaleras mecánicas, familias y… TIENDAS.
Entramos
en el primer local. Desenvaino mi atizador para dar cobertura a mi señora.
Mientras ella intenta coger una prenda cubro, amenazante, su retaguardia con el
instrumento. Hace apenas unos segundos ese stand estaba vacío, pero
coger una prenda y sufrir una avalancha de humanos en busca de ese mismo
producto, antes despreciado, es todo uno. Estoy convencido de que si pusieran un
mostrador lleno de heces y a una mujer ciega y con un trastorno del olfato
severo se le ocurriera coger una de ellas el resultado sería catastrófico, algo
así como echar comida en las aguas de una piscifactoría.
Después
de agarrar una chaqueta guateada escolto a mi atrevida esposa hasta el
probador. Aquí tengo que hacer uso del espray para repeler el ataque de dos
cincuentonas que me enseñaban los dientes como dos dogos argentinos. Tras
dejarla segura en el probador me quedo guardando la puerta. Le sienta bien. Ponemos en marcha la segunda
fase del plan. Mientras ella despista al enemigo con un trapo viejo traído al
efecto yo me dirijo a la caja con disimulo y dando un rodeo. Hay treinta
personas esperando. Los dos dogos argentinos me vuelven a mostrar sus caninos
mientras miran con deseo la chaqueta. Yo abro mi americana y muestro con cierto
recato pero desafiante mi Smith & Wesson de imitación.
Siete
tiendas después la carga del espray antivioladores está prácticamente agotada.
La labor se hace más ardua debido a que las veinte bolsas que llevo en cada
mano impiden que la realice con la soltura necesaria. Es curioso el apego que
tienen las mujeres con estas bolsas. Cuando tengo que devolver algo prestado a
un amigo lo meto en la primera bolsa que pillo, da igual que sea del Lupa, del
DIA o del LIDL. Una mujer no. Una mujer tiene que hacerlo en una bolsa de Tommy
Hilfiger, bimba y lola, Ñaco o Armany, a ser posible de papel, aunque lleven dentro
un kilo de arroz para el banco de alimentos.
Lo de dentro no importa, importa la fachada y el nombre.
Con
mis veinte bolsas en cada mano, mi mujer me hace entrega en la puerta del
probador del abrigo, el bolso, el jersey, la carpeta de la universidad, sus
otras veinte bolsas, las gafas de sol, la cartera, el fular, la bufanda, el
sombrero, un retrato de su primera comunión, etcétera, para probarse la última
compra: unos pantalones. Por enésima vez:
̶
¿Me quedan bien? ̶ Asiento, aunque se haya puesto los pantalones
del payaso del anuncio de Micolor. Tres lustros juntos de feliz convivencia son
todo un mar de experiencia.
La
luz al final del túnel ya está ahí. Sólo queda salir, buscar el coche durante
cincuenta minutos y cargarlo todo en el maletero. Una vez realizado el Tetris
para que todo entre, he de calcar bien con el pie con el objeto de cerrar el
portón trasero.
Ya
nos vamos. Más atasco, cláxones, frenazos y un inconmensurable derroche de simpatía
en general. Otras dos horas al volante y por fin llegamos a casa.
Solo
queda colocarlo todo. A medida que vaciamos las bolsas vamos tomando conciencia
de todo lo inservible:
̶
¿Para qué coño he comprado yo esto? ¿En qué estaría yo pensando? En fin, lo
colocaré al lado del sombrero de mapache de las últimas rebajas.
̶
¡Vamos cariños! ¡Qué me lo quitan de las manos!