jueves, 9 de enero de 2014

¡Joder con ... las rebajas!

Pues ya están aquí. Todos las estábamos esperando. El día ha llegado.

Ya lo tengo todo preparado: mi cartera repleta de billetes; mis tarjetas de crédito bien limpias y ordenadas alfabéticamente; el coche con el depósito de combustible lleno y el maletero vacío; y, por supuesto, mi atizador y el espray antivioladores por si hay que espantar a algún cazador de gangas.

Me acomodo al volante. Abrocho el cinturón de seguridad. Mi alma se llena de dicha y de felicidad mientras, al ralentí, espero a que suba mi señora que, por tercera vez, ha entrado en casa para coger algún olvido.

No bien hemos recorrido 200 metros me sobresalta:

̶ ¡Mierda! ¡Da la vuelta! No he cerrado el gas.

Una hora después y tras cuatro amagos más por fin arrancamos. Destino: indiferente. Puede ser centro comercial grande, pequeño, mediano o el recurrente El Corte Inglés.

Cuando piensas que el límite en los niveles de felicidad es insuperable la vida te sorprende y te regala un impresionante atasco de kilómetro y medio hasta la entrada al parking. ¡Qué maravilla! El resto de la humanidad comparte tu dicha y lo celebra con toques de claxon, acelerones rítmicos, frenazos bruscos y bailes extraños con el dedo índice en ristre.

Después de aparcar el vehículo en un hueco en el que un tanga brasileño se saldría por los dos lados hago un ritual tan inveterado como inútil: intento memorizar el número de la plaza de aparcamiento. Tras ello realizo unos rápidos estiramientos para recorrer los ochocientos cuarenta y cuatro metros que me separan de la puerta. No llueve y la temperatura no es mala. ¡Qué más se le puede pedir a la vida!

A medida que la fachada se va haciendo más grande, aumenta un movimiento nervioso en el interior de mi cartera. La pobre tarjeta de crédito está intentando escapar y huir a la axila derecha para hacerse fuerte mientras hiperventila. Nunca ha llevado bien estos días. Después de ser reducida la coloco con cuidado entre el DNI y el carné de conducir.

Abro la puerta y… ¡oh!, doy gracias a los dioses. ¡El espectáculo es indescriptible! Dinamismo, alegría, movimiento, música, gente, bolsas, luces, niños, ancianos, olores, jóvenes, escaleras mecánicas, familias y… TIENDAS.

Entramos en el primer local. Desenvaino mi atizador para dar cobertura a mi señora. Mientras ella intenta coger una prenda cubro, amenazante, su retaguardia con el instrumento. Hace apenas unos segundos ese stand estaba vacío, pero coger una prenda y sufrir una avalancha de humanos en busca de ese mismo producto, antes despreciado, es todo uno. Estoy convencido de que si pusieran un mostrador lleno de heces y a una mujer ciega y con un trastorno del olfato severo se le ocurriera coger una de ellas el resultado sería catastrófico, algo así como echar comida en las aguas de una piscifactoría.

Después de agarrar una chaqueta guateada escolto a mi atrevida esposa hasta el probador. Aquí tengo que hacer uso del espray para repeler el ataque de dos cincuentonas que me enseñaban los dientes como dos dogos argentinos. Tras dejarla segura en el probador me quedo guardando la puerta.  Le sienta bien. Ponemos en marcha la segunda fase del plan. Mientras ella despista al enemigo con un trapo viejo traído al efecto yo me dirijo a la caja con disimulo y dando un rodeo. Hay treinta personas esperando. Los dos dogos argentinos me vuelven a mostrar sus caninos mientras miran con deseo la chaqueta. Yo abro mi americana y muestro con cierto recato pero desafiante mi Smith & Wesson de imitación.

Siete tiendas después la carga del espray antivioladores está prácticamente agotada. La labor se hace más ardua debido a que las veinte bolsas que llevo en cada mano impiden que la realice con la soltura necesaria. Es curioso el apego que tienen las mujeres con estas bolsas. Cuando tengo que devolver algo prestado a un amigo lo meto en la primera bolsa que pillo, da igual que sea del Lupa, del DIA o del LIDL. Una mujer no. Una mujer tiene que hacerlo en una bolsa de Tommy Hilfiger, bimba y lola, Ñaco o Armany, a ser posible de papel, aunque lleven dentro un kilo de arroz para el banco de alimentos.  Lo de dentro no importa, importa la fachada y el nombre.

Con mis veinte bolsas en cada mano, mi mujer me hace entrega en la puerta del probador del abrigo, el bolso, el jersey, la carpeta de la universidad, sus otras veinte bolsas, las gafas de sol, la cartera, el fular, la bufanda, el sombrero, un retrato de su primera comunión, etcétera, para probarse la última compra: unos pantalones. Por enésima vez:

̶ ¿Me quedan bien? ̶   Asiento, aunque se haya puesto los pantalones del payaso del anuncio de Micolor. Tres lustros juntos de feliz convivencia son todo un mar de experiencia.

La luz al final del túnel ya está ahí. Sólo queda salir, buscar el coche durante cincuenta minutos y cargarlo todo en el maletero. Una vez realizado el Tetris para que todo entre, he de calcar bien con el pie con el objeto de cerrar el portón trasero.

Ya nos vamos. Más atasco, cláxones, frenazos y un inconmensurable derroche de simpatía en general. Otras dos horas al volante y por fin llegamos a casa.

Solo queda colocarlo todo. A medida que vaciamos las bolsas vamos tomando conciencia de todo lo inservible:

̶ ¿Para qué coño he comprado yo esto? ¿En qué estaría yo pensando? En fin, lo colocaré al lado del sombrero de mapache de las últimas rebajas.

̶ ¡Vamos cariños! ¡Qué me lo quitan de las manos!

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