domingo, 12 de enero de 2014

¡Joder con ... el descanso!

Sobre el descanso hay muchos estudios. La mayor parte de ellos coinciden en lo importante que es disfrutar de un buen sueño, esto es una parte fundamental en la vida de las personas. Un buen descanso debe reunir cantidad y calidad. De lo primero cada uno debe ser consciente de su dosis necesaria; respecto a la calidad hay muchos factores que influyen.

Cuando madrugo para acudir al trabajo procuro hacerlo de una forma silenciosa para no perturbar el merecido y necesario descanso del resto de mi familia. Llego a tal punto que muchas veces no dejo ni que suene el despertador. Soy capaz de vestirme a oscuras y puedo presumir de que en la mayoría de las ocasiones mi querida esposa no se percata de mi marcha. Y lo hago con la satisfacción de saber que no se ha interrumpido el descanso familiar.

Todo sucede bien distinto cuando es mi querida esposa la que se levanta primero. A ella le gusta poner el despertador media hora antes de la señalada y así, cuando suena por primera vez, se solaza y disfruta sobremanera del consuelo que da saber que aún le quedan unos minutos de ese agradable estado de sopor en el que se funden el mundo real y el de los sueños. Mientras, ese invento del diablo no para de lanzar su soniquete cada cinco minutos. Me gustaría poder disfrutar este periodo como lo hace ella, pero desde que suena por primera vez no veo llegar la hora en que acuda un día el Exterminador de Despertadores y lo aniquile, no sin antes haberle realizado todo tipo de torturas.

Mi querida esposa cree que para estar bien despierta no hay nada como un buen paseo matutino. Sin él no es persona. Entonces dedica los siguientes diez minutos a subir y bajar por la escalera de casa. Si no lo hace un mínimo de siete veces piensa que se puede acabar el mundo. Tras su paseo comienza una extraña tabla de ejercicios para fortalecer el tren superior consistentes, por lo general, en abrir y cerrar las puertas correderas de los armarios con la excusa de buscar ropa. Esto le lleva otros diez minutos. Podemos llegar a pensar en que hacer los mismos ejercicios a diario nos lleve al aburrimiento. ¡Para nada! No he conocido a nadie que disfrute tanto con una puerta como mi querida esposa. Se podría haber ganado la vida de forma muy satisfactoria como portera. Mi espíritu se llena de dicha cuando la contemplo frente al armario abriendo una puerta para volverla a cerrar al instante mientras se dirige a la otra y repite la operación. Si hay un cielo en la otra vida seguro que está lleno de armarios empotrados con sus puertas correderas esperándola.

Para tomar aire y contemplar su obra suele hacer pequeñas paradas sentándose a los pies de nuestra cama e indefectiblemente sobre los míos. Tenemos una cama de 1'50 m, pero yo soy muy nervioso, o eso me asegura ella, porque en cuanto ve un espacio libre e intenta tomar asiento mi pie se desplaza raudo hacia el lugar donde va a asentar sus posaderas y lanza un ¡uy! sorprendida. Tengo la absoluta convicción de que en el supuesto de que yo adquiriese la capacidad de poner cada pie en un extremo de la cama, no sé cómo, pero se las arreglaría para sentarse sobre ambos.

A continuación, llega el momento de preparar el desayuno. Asegura que es de desayunos frugales. Le basta con un café con leche y unas pocas galletas. Cuando desayunamos juntos puedo aseverar que es así. Pero el trajín que se desarrolla abajo en la cocina me lleva a pensar en los comedores sociales. El estado en el que queda la cocina podría servir de ejemplo como escena de un crimen.

¡Ya no digo nada cuando prepara una tortilla de patata! Hace un despliegue y un despilfarro de utensilios que el responsable del ágape de la boda de Beatriz de Holanda quedaría psicológicamente hecho unos zorros.

El acto de desayunar nos puede llevar a pensar en un tiempo de silenciosa y firme labor. Nada más lejos de la realidad. Como no tenemos perro le gusta pasear las sillas y banquetas por la parte baja de la casa mientras da sorbos a su café con leche. Siempre digo que le encanta redecorar y redistribuir la cocina a diario.

Posterior al desayuno llega la higiene bucal. He intentado en infinidad de ocasiones, con ayuda de material acústico, llegar al tono y al volumen de un buen cepillado dental de mi mujer sin obtener resultados significativos.

A continuación, se calza sus tacones y disfruta de un nuevo paseo por la vivienda. Le gusta recorrer todas las estancias sin discriminar ninguna con la excusa de buscar el bolso marrón unos días o las llaves de la casa otros; cuando no, el coletero verde. Conforme la hora se le va echando encima los pasos se van haciendo más audibles si cabe. Y más rápidos.

Ya muy sigilosa se acerca a la cama en la que están mis restos y da un beso de despedida a mis despojos mientras me desea con susurros que tenga un buen día, todo ello con mucha sutileza para no despertarme.  Vuelve a bajar las escaleras con los tacones. En este punto los vecinos descuelgan el teléfono para avisar a la Guardia Civil.

El colofón final nos lo brinda a toda la calle cuando cierra la puerta. Ella sale, se gira y ase el pomo de la misma con ambas manos, flexiona las rodillas para conseguir un buen sustento en el tren inferior y coge carrerilla mental mientras balancea los brazos: a la de una, a la de dos y… ¡BOOM! Muchos de mis vecinos salen insomnes a los balcones para aplaudir; vitorean y enarbolan pañuelos blancos, a la vez que ella vuelve a abrir la puerta porque se le ha olvidado la cartera.

Otro paseo por la casa: cajones, puertas, prisas. Se asoma a la habitación y observa algo que recuerda a un humanoide con mi pijama y tiene los ojos inyectados en sangre. Sonriendo le dice:

̶ Buenos días. ¡Ya estás despierto! ¿Has visto mi cartera? ̶  La encuentra y se dirige a la puerta para realizar su ritual. Agarro el picaporte desde el interior y digo:

̶ Ya cierro yo ̶ . A la vez pienso con pavor en las sociedades polígamas. Luego llamo al seguro para reparar los cristales rotos por la onda expansiva y me dedico a recoger los restos del pantagruélico desayuno.

Señor. ¡Llévame pronto!

jueves, 9 de enero de 2014

¡Joder con ... las rebajas!

Pues ya están aquí. Todos las estábamos esperando. El día ha llegado.

Ya lo tengo todo preparado: mi cartera repleta de billetes; mis tarjetas de crédito bien limpias y ordenadas alfabéticamente; el coche con el depósito de combustible lleno y el maletero vacío; y, por supuesto, mi atizador y el espray antivioladores por si hay que espantar a algún cazador de gangas.

Me acomodo al volante. Abrocho el cinturón de seguridad. Mi alma se llena de dicha y de felicidad mientras, al ralentí, espero a que suba mi señora que, por tercera vez, ha entrado en casa para coger algún olvido.

No bien hemos recorrido 200 metros me sobresalta:

̶ ¡Mierda! ¡Da la vuelta! No he cerrado el gas.

Una hora después y tras cuatro amagos más por fin arrancamos. Destino: indiferente. Puede ser centro comercial grande, pequeño, mediano o el recurrente El Corte Inglés.

Cuando piensas que el límite en los niveles de felicidad es insuperable la vida te sorprende y te regala un impresionante atasco de kilómetro y medio hasta la entrada al parking. ¡Qué maravilla! El resto de la humanidad comparte tu dicha y lo celebra con toques de claxon, acelerones rítmicos, frenazos bruscos y bailes extraños con el dedo índice en ristre.

Después de aparcar el vehículo en un hueco en el que un tanga brasileño se saldría por los dos lados hago un ritual tan inveterado como inútil: intento memorizar el número de la plaza de aparcamiento. Tras ello realizo unos rápidos estiramientos para recorrer los ochocientos cuarenta y cuatro metros que me separan de la puerta. No llueve y la temperatura no es mala. ¡Qué más se le puede pedir a la vida!

A medida que la fachada se va haciendo más grande, aumenta un movimiento nervioso en el interior de mi cartera. La pobre tarjeta de crédito está intentando escapar y huir a la axila derecha para hacerse fuerte mientras hiperventila. Nunca ha llevado bien estos días. Después de ser reducida la coloco con cuidado entre el DNI y el carné de conducir.

Abro la puerta y… ¡oh!, doy gracias a los dioses. ¡El espectáculo es indescriptible! Dinamismo, alegría, movimiento, música, gente, bolsas, luces, niños, ancianos, olores, jóvenes, escaleras mecánicas, familias y… TIENDAS.

Entramos en el primer local. Desenvaino mi atizador para dar cobertura a mi señora. Mientras ella intenta coger una prenda cubro, amenazante, su retaguardia con el instrumento. Hace apenas unos segundos ese stand estaba vacío, pero coger una prenda y sufrir una avalancha de humanos en busca de ese mismo producto, antes despreciado, es todo uno. Estoy convencido de que si pusieran un mostrador lleno de heces y a una mujer ciega y con un trastorno del olfato severo se le ocurriera coger una de ellas el resultado sería catastrófico, algo así como echar comida en las aguas de una piscifactoría.

Después de agarrar una chaqueta guateada escolto a mi atrevida esposa hasta el probador. Aquí tengo que hacer uso del espray para repeler el ataque de dos cincuentonas que me enseñaban los dientes como dos dogos argentinos. Tras dejarla segura en el probador me quedo guardando la puerta.  Le sienta bien. Ponemos en marcha la segunda fase del plan. Mientras ella despista al enemigo con un trapo viejo traído al efecto yo me dirijo a la caja con disimulo y dando un rodeo. Hay treinta personas esperando. Los dos dogos argentinos me vuelven a mostrar sus caninos mientras miran con deseo la chaqueta. Yo abro mi americana y muestro con cierto recato pero desafiante mi Smith & Wesson de imitación.

Siete tiendas después la carga del espray antivioladores está prácticamente agotada. La labor se hace más ardua debido a que las veinte bolsas que llevo en cada mano impiden que la realice con la soltura necesaria. Es curioso el apego que tienen las mujeres con estas bolsas. Cuando tengo que devolver algo prestado a un amigo lo meto en la primera bolsa que pillo, da igual que sea del Lupa, del DIA o del LIDL. Una mujer no. Una mujer tiene que hacerlo en una bolsa de Tommy Hilfiger, bimba y lola, Ñaco o Armany, a ser posible de papel, aunque lleven dentro un kilo de arroz para el banco de alimentos.  Lo de dentro no importa, importa la fachada y el nombre.

Con mis veinte bolsas en cada mano, mi mujer me hace entrega en la puerta del probador del abrigo, el bolso, el jersey, la carpeta de la universidad, sus otras veinte bolsas, las gafas de sol, la cartera, el fular, la bufanda, el sombrero, un retrato de su primera comunión, etcétera, para probarse la última compra: unos pantalones. Por enésima vez:

̶ ¿Me quedan bien? ̶   Asiento, aunque se haya puesto los pantalones del payaso del anuncio de Micolor. Tres lustros juntos de feliz convivencia son todo un mar de experiencia.

La luz al final del túnel ya está ahí. Sólo queda salir, buscar el coche durante cincuenta minutos y cargarlo todo en el maletero. Una vez realizado el Tetris para que todo entre, he de calcar bien con el pie con el objeto de cerrar el portón trasero.

Ya nos vamos. Más atasco, cláxones, frenazos y un inconmensurable derroche de simpatía en general. Otras dos horas al volante y por fin llegamos a casa.

Solo queda colocarlo todo. A medida que vaciamos las bolsas vamos tomando conciencia de todo lo inservible:

̶ ¿Para qué coño he comprado yo esto? ¿En qué estaría yo pensando? En fin, lo colocaré al lado del sombrero de mapache de las últimas rebajas.

̶ ¡Vamos cariños! ¡Qué me lo quitan de las manos!