domingo, 2 de octubre de 2016

¡Joder con... los hospitales!

La salud es algo tan caprichoso y efímero que, apenas acabas de afirmar que gozas de una naturaleza de hierro, cuando, en unos segundos, te ves pidiendo tierra. Y cuanto antes mejor. 
No hace tantos días entré encogido por la puerta del hospital con un insoportable mal de tripas. Apenas pongo los pies en la sala de espera, un médico me llama para explorarme.  Me ponen una vía, me dan un calmante, me llevan en silla de ruedas hasta la sala de ecografías y salta la primera alarma. La tipa me dice: "-Voy a hablar con el médico". En el pueblo sería la comidilla: "La chica del ecógrafo se habla con el doctor!" 
Vuelve y me llevan a una puerta que pone TAC, lo que en un lenguaje coloquial, para que nos entendamos todos, viene a ser una tomografía computerizada. No me hacen uno, ¡me hacen dos!  Segunda alarma. En el segundo me inyectan un líquido. La responsable me informa de que voy a notar calor en la garganta y en mis partes, y que, además, no me mueva. Mi mente, práctica hasta el extremo, hace su trabajo: si el tipo de la silla de ruedas me acerca hasta el lupanar más próximo y me pide un orujo de hierbas, dando mi palabra de honor de no moverme, obtendremos unos calores prácticamente iguales y con 10 euros y una hora de celador lo tenemos hecho. Incluso el agua de fuego puede hacer que se templen mis tripas. El despilfarro en sanidad es porque no se actúa con cabeza. 

Después de los calores vuelvo al box y el médico llama aparte a mi mujer. Tercera alarma. Aquí es cuando me empiezo a poner nervioso de verdad. Esto tiene mala pinta, amigo. No puedo evitar ponerme en lo peor. ¡A que son ladillas! 
El galeno, por fin, se digna a hablar conmigo. Yo creo que ha recabado datos de mi personalidad con mi mujer para hacerse una idea de la causa y el grado de mi retraso o algo así: "-Salvo que el cirujano diga lo contrario, lo más probable es que te operen. Tienes el intestino retorcido." Yo no paro de pensar: "-¿Retorcido? Si analizas  mi sesera me encierras-." 

Por fin viene el cirujano. Un tipo muy majo y agradable. Me explica las posibles causas, el proceso a seguir y las posibilidades de salir con vida. Opta por dejarme pasar la noche en observación y así poder despedirme de mi mujer. De momento me libro del quirófano. Me pone una sonda nasogástrica, (Naso, del latín 'nasālis': puta; y gástrica, del griego 'gastriko': de mierda). Para el que no sepa lo que es, es un tubo que te meten por uno de los agujeros de la nariz, escogido al azar (en mi caso se lo jugaron a los chinos), y lo dirigen hasta el estómago mientras las enfermeras te dicen que colabores y tragues. Algo parecido se debe sentir en una violación múltiple. Pero la cosa no acaba ahí, luego tienes que convivir con el tubito dentro. Cada vez que cierro el gaznate parece como si sufriera las anginas más virulentas de mi vida e intentara tragar cristales. A Jesucristo, en su Pasión, le hicieron lo que se llama muchas judiadas y los romanos le dieron lo suyo, pero no le pusieron una sonda nasogástrica. La historia del hombre pudo haber sido bien diferente. No creo yo que en la cruz y con una sonda nasogástrica hubiera dicho eso de "Padre, perdónalos por que no saben lo que hacen". Me lo imagino mirando hacia arriba, cabreado e implorando venganza: "Padre, yo con esta gente no puedo. ¡Qué les den por culo! Déjalos y que se exterminen entre ellos."  Y hoy en día sólo habría vascos, para ser más precisos de Hondarribia. 

Acabo ingresado en una habitación para pasar mis últimas horas. Yo no dejo de preguntarme si hay vida después del quirófano. El cansancio me envuelve, cierro los ojos, trago y puta de mierda me despierta. Así toda la noche. Cada vez que alguien entra por la puerta de la habitación yo le aprieto: "-¿Me vas a quitar la sonda de las narices?" Unos me dicen que vienen a hacer la cama, otros que vienen a fregar, otros que eso lo dictaminará el cirujano y MJ que es la tercera vez que me dice que NO. Todo esto me trae a la memoria las palabras que un sargento paracaidista  tenía el gusto de dedicarnos a la tropa: "-Tú pide por esa boca que te darán por ese culo."  

Llega la hora 16 p. s. (después de la sonda) y entra el cirujano. No bien da los buenos días, yo hago mi mejor interpretación de Regan, la niña del exorcista. Mi papel es ejecutado de forma magistral y el cirujano, asustado, sale a por unos guantes y agua bendita. Me quita la sonda ipso facto. "-Gracias Padre Carrack. Esto no lo olvidaré nunca". Le doy un abrazo. Me comenta que comprende mi malestar por que a él con 17 años le pasó lo mismo y desde ese día estudió para ser médico y poner sondas a discreción aunque tu mal sea un menisco. "-La vida me lo debe- me guiña un ojo con malicia y continúa-. Eres joven para estudiar medicina. Piénsalo."  

Más tranquilo, sin sonda, de tú a tú, el médico me vuelve a alarmar: "-Esto que te voy a decir es muy difícil para mí." La cara se me cambia y un hormigueo recorre mis tripas: "-Adelante. Sin rodeos, doc." Coge aire, se concentra y lo suelta: "-Como poco coco como, poco coco compro. Toma ya, a la primera. En fin, ya está dicho. Que te veo muy bien, chavalote. Vete bebiendo líquidos y si todo va bien mañana te damos de desayunar. Si lo asimilas, te vas."  

Mientras, el whatsapp echa humo. Muchos coinciden en culpar al deporte. ¡No te jode!, ni que estuviera todo el día fumando crack. Recuerdo aún las imágenes dantescas del final de los JJOO en el aeropuerto de Río, todos esos deportistas con su sonda nasogástrica esperando sus vuelos, a excepción, eso sí, de los golfistas y los del pádel. 
Si en casa digo "Me duele la rodilla" eso es por correr; si digo que "estoy cansado", es por que vaya palizas que me doy; si tengo hambre, es que no paro. Si cuido mi alimentación es que me estoy quedando muy delgado. En fin, que vivo rodeado de operados de menisco que no han corrido más de 200 metros seguidos nunca, pero el obsesivo e imprudente soy yo. 

Después de una tarde tranquila, en la soledad de mi habitación comienzo a notar algo por ahí abajo. "-Creo que estoy rompiendo aguas"- me digo. Las contracciones se suceden cada vez más rápido. Sin epidural, sin un palo que morder ni nada de nada, dilatado de pocos centímetros, asoma la cabecita. Se produce el alumbramiento. Es un ser pequeño aunque no por ello poco deseado. Allí está haciéndome ojitos. Le llamo Benjamín y pulso el botón del inodoro. No me tiembla el pulso. 
Doy parte a las enfermeras (verbalmente) y después de hacer los avisos oportunos se informa a los usuarios de que en la A67 queda restablecido el tráfico. 

Para asegurarme hago algo temerario. Mando a mi mujer a comprar un paquete de pan de molde y como la primera rebanada de la bolsa, esa que no quiere nadie, la indigesta, la que no tocamos ni con un palo.  Si digiero esto la vida fuera del hospital me espera. Y así es. 

Sólo queda recibir el alta. Tarda en llegar. Mi cirujano en un exceso deportivo ha tenido la suerte de romperse la clavícula, así que en un acto de consideración por su parte me da el alta telefónicamente. Mientras tanto mi mujer y yo vemos en la TV de la habitación Forrest Gump a la espera de que me quiten la vía. Pensando en todo lo que me ha pasado, una vez más tengo que dar la razón a la señora Gump: "-La vida es una caja de bombones....."

sábado, 23 de enero de 2016

¡Joder con... los restaurantes chinos!

Me refiero al restaurante chino de toda la vida, no a esos modernos con tintes occidentales y capitalistas que te ofrecen, incluso, tortilla de patata y el camarero ni tan siquiera sonríe por que se ha vuelto demasiado europeo.  Los buenos, los genuinos, se llaman Pekín, Gran Muralla o Dragón. Éstos tienen un fondo de música relajante en los que puedes escuchar cascadas de agua. 

El inmigrante chino tiene fama de formar clanes prácticamente inaccesibles al resto de ciudadanos; no mantienen contacto, no se mezclan con las otras culturas y se les tacha de poco sociales. Ahora bien, tú entras en uno de estos restaurantes y todo el personal te recibe con un protocolo y unas sonrisas que cualquier Lord inglés envidiaría. Incluso el cocinero, deja su labor de despiece  del último fallecido del clan (esto si atendemos a los mitos de que no se ven esquelas de chinos) para recibirte con una genuflexión mientras enjuga sus mojadas manos con un trapo. Este gesto no lo he vivido en ningún otro tipo de restaurante. 

Imagino que algo parecido sentirá Piqué cuando, después de aparcar durante tres horas su flamante vehículo en una plaza de minusválidos, sale de la discoteca y se encuentra con tres municipales rellenando boletines mientras dicen por lo bajo: "-¡Que viene, que viene, ffhhu, ffhhu!"

El idioma, a priori, puede parecer un obstáculo. Para nada, un chino recién aterrizado, tras acomodarte en un salón con 200 comensales en el que un europeo no sería capaz de hacer un trastero y sin tener ni idea de castellano, te acomoda, te entrega la carta y te toma nota de la bebida. El idioma chino no tiene traducción para gaseosa. Yo que soy un hombre de mundo, me he dado cuenta de que cuando le pides cerveza con gaseosa y se acerca a llevar la comanda a la barra, el camarero balbucea palabros entre los que reconoces un "Casela". 

Después de ojear y de hojear la carta te diriges al camarero vocalizando y hablando despacio como si tuvieras en frente a un extraterrestre con cierto retraso. Él apunta cosas en su libreta ininteligibles para nosotros que nos lleva a pensar: "Este capullo no me ha entendido ni jota. Me va a traer lo que le salga de sus amarillas pelotas". Pues no. Sorprendido, comienzan a entrar platos, y aquí el chino en cuestión, hace un despliegue inusitado de conocimiento del idioma.  Te va anunciando los siete platos del menú que trae de una sola vez, y, mientras tú intentas averiguar qué plato es cada uno, el chino va haciendo un alarde de trilero y coloca todos y cada uno de los platos en la mesa. Si aplicáramos fórmulas matemáticas y calculáramos el valor de las superficies de todos los platos y la de la mesa, nos daríamos cuenta de que la última arroja un valor bastante menor que el de la primera. ¿Qué quiero decir con esto? Que es imposible que los platos no se caigan ni se monten unos encima de otros. Indefectiblemente un pensamiento nos llena de asombro: "-¡Qué cabrón, el chino!". 

De todos es sabido que el pueblo chino es muy dado a copiar. Lo copian todo. En una ocasión mi inveterada bebida, cerveza con gaseosa, se transformó en Geineken. Con Casera, por supuesto. Ahora bien, no todo lo que copian obtiene un resultado decente. Un ejemplo claro es el pan. En el pan no han conseguido dar con la tecla. Tú pides un pan chino y te lo traen caliente, le falta sal; o levadura; o en lugar de horno han metido fuego. ¿Cómo han subsanado esto? Con el nombre. "-Lo llamamos pan chino y a tomar por culo. ¿Quién va a ir a Pekín a preguntar por una panadería?"

Trabajadores son como el que más. Horas y horas de apertura y servicio al cliente sólo pueden traer ganancias y ahorros. “-¿Qué hacen con tanto dinero?”-nos preguntamos. Eso es algo tabú. Nadie sabe qué es de los miles de euros que deben de guardar sólo Dios sabe dónde. A parte de procrear, sólo conocemos un vicio que les apasiona: las máquinas tragaperras. Las nuevas generaciones chinas tienen nombres tan variopintos como Campanas, Cirsa, Avances o Especial. 

Lo de la procreación es un tema aparte. El arroz es un símbolo universal de fertilidad pero si de mí dependiera los granos de arroz tendrían los ojos rasgados. Aunque en occidente no hay casos documentados, en China se tienen noticias, a pesar del férreo control gubernamental, de chinos varones capaces de provocar embarazos con sólo mirar fijamente a los ojos. ¡Incluso siendo varón el objeto pasivo! Aunque suena un poco fantasioso, no seré yo el que mire directamente a los ojos a un chino en edad fértil. 
Aquí, en mi pueblo, se dio hace unos años un caso cuando menos llamativo. La hija del herrero quedó en estado de buena esperanza y en seguida se dispararon los cuchicheos sobre el padre de la criatura. Se la criticó, y mucho, pero ella no paraba de jurar que era doncella. Hundida y mancillada, para limpiar su nombre, se sometió a una revisión médica. Por voluntad propia, el informe del ginecólogo se publicó en un Bando Municipal en el que todos pudimos comprobar atónitos y asombrados que el padre era Huang, el cajero del Todo a Cien. Al parecer, rozó la mano de la Encarni al darle el cambio de unas pilas Durasel. El resultado: gemelos. Desde ese día han obligado a Huang a despachar con gafas de sol y guantes de látex. A pesar de ello, la gente lleva el importe justo o rechaza las vueltas. 

Un gran pueblo el chino. Trabajador, abnegado, humilde, prolífico y misterioso. Serviciales y acogedores en esos fabulosos restaurantes. Para terminar voy a colgar el calendario de mi última cena en el Gran Muralla y a esperar a que hable el Predictor (al pagar se me olvidó lavarme las manos y no estoy para correr riesgos).