Sobre el descanso hay muchos estudios. La mayor parte de ellos coinciden
en lo importante que es disfrutar de un buen sueño, esto es una parte
fundamental en la vida de las personas. Un buen descanso debe reunir cantidad y
calidad. De lo primero cada uno debe ser consciente de su dosis necesaria;
respecto a la calidad hay muchos factores que influyen.
Cuando madrugo para acudir al trabajo procuro hacerlo de una
forma silenciosa para no perturbar el merecido y necesario descanso del resto
de mi familia. Llego a tal punto que muchas veces no dejo ni que suene el
despertador. Soy capaz de vestirme a oscuras y puedo presumir de que en la
mayoría de las ocasiones mi querida esposa no se percata de mi marcha. Y lo
hago con la satisfacción de saber que no se ha interrumpido el descanso
familiar.
Todo sucede bien distinto cuando es mi querida esposa la que se
levanta primero. A ella le gusta poner el despertador media hora antes de la
señalada y así, cuando suena por primera vez, se solaza y disfruta sobremanera
del consuelo que da saber que aún le quedan unos minutos de ese agradable
estado de sopor en el que se funden el mundo real y el de los sueños. Mientras,
ese invento del diablo no para de lanzar su soniquete cada cinco minutos. Me
gustaría poder disfrutar este periodo como lo hace ella, pero desde que suena
por primera vez no veo llegar la hora en que acuda un día el Exterminador de
Despertadores y lo aniquile, no sin antes haberle realizado todo tipo de
torturas.
Mi querida esposa cree que para estar bien despierta no hay nada
como un buen paseo matutino. Sin él no es persona. Entonces dedica los
siguientes diez minutos a subir y bajar por la escalera de casa. Si no lo hace
un mínimo de siete veces piensa que se puede acabar el mundo. Tras su paseo
comienza una extraña tabla de ejercicios para fortalecer el tren superior
consistentes, por lo general, en abrir y cerrar las puertas correderas de los
armarios con la excusa de buscar ropa. Esto le lleva otros diez minutos. Podemos
llegar a pensar en que hacer los mismos ejercicios a diario nos lleve al aburrimiento.
¡Para nada! No he conocido a nadie que disfrute tanto con una puerta como mi
querida esposa. Se podría haber ganado la vida de forma muy satisfactoria como
portera. Mi espíritu se llena de dicha cuando la contemplo frente al armario
abriendo una puerta para volverla a cerrar al instante mientras se dirige a la
otra y repite la operación. Si hay un cielo en la otra vida seguro que está
lleno de armarios empotrados con sus puertas correderas esperándola.
Para tomar aire y contemplar su obra suele hacer pequeñas paradas
sentándose a los pies de nuestra cama e indefectiblemente sobre los míos.
Tenemos una cama de 1'50 m, pero yo soy muy nervioso, o eso me asegura ella,
porque en cuanto ve un espacio libre e intenta tomar asiento mi pie se desplaza
raudo hacia el lugar donde va a asentar sus posaderas y lanza un ¡uy!
sorprendida. Tengo la absoluta convicción de que en el supuesto de que yo
adquiriese la capacidad de poner cada pie en un extremo de la cama, no sé cómo,
pero se las arreglaría para sentarse sobre ambos.
A continuación, llega el momento de preparar el desayuno. Asegura
que es de desayunos frugales. Le basta con un café con leche y unas pocas
galletas. Cuando desayunamos juntos puedo aseverar que es así. Pero el trajín
que se desarrolla abajo en la cocina me lleva a pensar en los comedores
sociales. El estado en el que queda la cocina podría servir de ejemplo como
escena de un crimen.
¡Ya no digo nada cuando prepara una tortilla de patata! Hace un
despliegue y un despilfarro de utensilios que el responsable del ágape de la
boda de Beatriz de Holanda quedaría psicológicamente hecho unos zorros.
El acto de desayunar nos puede llevar a pensar en un tiempo de
silenciosa y firme labor. Nada más lejos de la realidad. Como no tenemos perro
le gusta pasear las sillas y banquetas por la parte baja de la casa mientras da
sorbos a su café con leche. Siempre digo que le encanta redecorar y
redistribuir la cocina a diario.
Posterior al desayuno llega la higiene bucal. He intentado en
infinidad de ocasiones, con ayuda de material acústico, llegar al tono y al
volumen de un buen cepillado dental de mi mujer sin obtener resultados
significativos.
A continuación, se calza sus tacones y disfruta de un nuevo paseo
por la vivienda. Le gusta recorrer todas las estancias sin discriminar ninguna
con la excusa de buscar el bolso marrón unos días o las llaves de la casa otros;
cuando no, el coletero verde. Conforme la hora se le va echando encima los
pasos se van haciendo más audibles si cabe. Y más rápidos.
Ya muy sigilosa se acerca a la cama en la que están mis restos y
da un beso de despedida a mis despojos mientras me desea con susurros que tenga
un buen día, todo ello con mucha sutileza para no despertarme. Vuelve a bajar las escaleras con los tacones.
En este punto los vecinos descuelgan el teléfono para avisar a la Guardia
Civil.
El colofón final nos lo brinda a toda la calle cuando cierra la
puerta. Ella sale, se gira y ase el pomo de la misma con ambas manos, flexiona
las rodillas para conseguir un buen sustento en el tren inferior y coge
carrerilla mental mientras balancea los brazos: a la de una, a la de dos y… ¡BOOM!
Muchos de mis vecinos salen insomnes a los balcones para aplaudir; vitorean y
enarbolan pañuelos blancos, a la vez que ella vuelve a abrir la puerta porque
se le ha olvidado la cartera.
Otro paseo por la casa: cajones, puertas, prisas. Se asoma a la
habitación y observa algo que recuerda a un humanoide con mi pijama y tiene los
ojos inyectados en sangre. Sonriendo le dice:
̶ Buenos días. ¡Ya estás despierto! ¿Has visto mi cartera? ̶ La encuentra y se dirige a la puerta para
realizar su ritual. Agarro el picaporte desde el interior y digo:
̶ Ya cierro yo ̶ . A la vez pienso con pavor en las sociedades
polígamas. Luego llamo al seguro para reparar los cristales rotos por la onda
expansiva y me dedico a recoger los restos del pantagruélico desayuno.
Señor. ¡Llévame pronto!
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