sábado, 23 de enero de 2016

¡Joder con... los restaurantes chinos!

Me refiero al restaurante chino de toda la vida, no a esos modernos con tintes occidentales y capitalistas que te ofrecen, incluso, tortilla de patata y el camarero ni tan siquiera sonríe por que se ha vuelto demasiado europeo.  Los buenos, los genuinos, se llaman Pekín, Gran Muralla o Dragón. Éstos tienen un fondo de música relajante en los que puedes escuchar cascadas de agua. 

El inmigrante chino tiene fama de formar clanes prácticamente inaccesibles al resto de ciudadanos; no mantienen contacto, no se mezclan con las otras culturas y se les tacha de poco sociales. Ahora bien, tú entras en uno de estos restaurantes y todo el personal te recibe con un protocolo y unas sonrisas que cualquier Lord inglés envidiaría. Incluso el cocinero, deja su labor de despiece  del último fallecido del clan (esto si atendemos a los mitos de que no se ven esquelas de chinos) para recibirte con una genuflexión mientras enjuga sus mojadas manos con un trapo. Este gesto no lo he vivido en ningún otro tipo de restaurante. 

Imagino que algo parecido sentirá Piqué cuando, después de aparcar durante tres horas su flamante vehículo en una plaza de minusválidos, sale de la discoteca y se encuentra con tres municipales rellenando boletines mientras dicen por lo bajo: "-¡Que viene, que viene, ffhhu, ffhhu!"

El idioma, a priori, puede parecer un obstáculo. Para nada, un chino recién aterrizado, tras acomodarte en un salón con 200 comensales en el que un europeo no sería capaz de hacer un trastero y sin tener ni idea de castellano, te acomoda, te entrega la carta y te toma nota de la bebida. El idioma chino no tiene traducción para gaseosa. Yo que soy un hombre de mundo, me he dado cuenta de que cuando le pides cerveza con gaseosa y se acerca a llevar la comanda a la barra, el camarero balbucea palabros entre los que reconoces un "Casela". 

Después de ojear y de hojear la carta te diriges al camarero vocalizando y hablando despacio como si tuvieras en frente a un extraterrestre con cierto retraso. Él apunta cosas en su libreta ininteligibles para nosotros que nos lleva a pensar: "Este capullo no me ha entendido ni jota. Me va a traer lo que le salga de sus amarillas pelotas". Pues no. Sorprendido, comienzan a entrar platos, y aquí el chino en cuestión, hace un despliegue inusitado de conocimiento del idioma.  Te va anunciando los siete platos del menú que trae de una sola vez, y, mientras tú intentas averiguar qué plato es cada uno, el chino va haciendo un alarde de trilero y coloca todos y cada uno de los platos en la mesa. Si aplicáramos fórmulas matemáticas y calculáramos el valor de las superficies de todos los platos y la de la mesa, nos daríamos cuenta de que la última arroja un valor bastante menor que el de la primera. ¿Qué quiero decir con esto? Que es imposible que los platos no se caigan ni se monten unos encima de otros. Indefectiblemente un pensamiento nos llena de asombro: "-¡Qué cabrón, el chino!". 

De todos es sabido que el pueblo chino es muy dado a copiar. Lo copian todo. En una ocasión mi inveterada bebida, cerveza con gaseosa, se transformó en Geineken. Con Casera, por supuesto. Ahora bien, no todo lo que copian obtiene un resultado decente. Un ejemplo claro es el pan. En el pan no han conseguido dar con la tecla. Tú pides un pan chino y te lo traen caliente, le falta sal; o levadura; o en lugar de horno han metido fuego. ¿Cómo han subsanado esto? Con el nombre. "-Lo llamamos pan chino y a tomar por culo. ¿Quién va a ir a Pekín a preguntar por una panadería?"

Trabajadores son como el que más. Horas y horas de apertura y servicio al cliente sólo pueden traer ganancias y ahorros. “-¿Qué hacen con tanto dinero?”-nos preguntamos. Eso es algo tabú. Nadie sabe qué es de los miles de euros que deben de guardar sólo Dios sabe dónde. A parte de procrear, sólo conocemos un vicio que les apasiona: las máquinas tragaperras. Las nuevas generaciones chinas tienen nombres tan variopintos como Campanas, Cirsa, Avances o Especial. 

Lo de la procreación es un tema aparte. El arroz es un símbolo universal de fertilidad pero si de mí dependiera los granos de arroz tendrían los ojos rasgados. Aunque en occidente no hay casos documentados, en China se tienen noticias, a pesar del férreo control gubernamental, de chinos varones capaces de provocar embarazos con sólo mirar fijamente a los ojos. ¡Incluso siendo varón el objeto pasivo! Aunque suena un poco fantasioso, no seré yo el que mire directamente a los ojos a un chino en edad fértil. 
Aquí, en mi pueblo, se dio hace unos años un caso cuando menos llamativo. La hija del herrero quedó en estado de buena esperanza y en seguida se dispararon los cuchicheos sobre el padre de la criatura. Se la criticó, y mucho, pero ella no paraba de jurar que era doncella. Hundida y mancillada, para limpiar su nombre, se sometió a una revisión médica. Por voluntad propia, el informe del ginecólogo se publicó en un Bando Municipal en el que todos pudimos comprobar atónitos y asombrados que el padre era Huang, el cajero del Todo a Cien. Al parecer, rozó la mano de la Encarni al darle el cambio de unas pilas Durasel. El resultado: gemelos. Desde ese día han obligado a Huang a despachar con gafas de sol y guantes de látex. A pesar de ello, la gente lleva el importe justo o rechaza las vueltas. 

Un gran pueblo el chino. Trabajador, abnegado, humilde, prolífico y misterioso. Serviciales y acogedores en esos fabulosos restaurantes. Para terminar voy a colgar el calendario de mi última cena en el Gran Muralla y a esperar a que hable el Predictor (al pagar se me olvidó lavarme las manos y no estoy para correr riesgos).